lunes, 16 de junio de 2014

…A TOLEDO REGRESÉ, PARA VER A EL GRECO

Había que ir a Toledo, que esto del IV Centenario de la muerte del pintor se acababa, celebrándolo con una gran parte de su obra, que anda dispersa por el mundo. 
Toledo, en esta ocasión, situó el epicentro en la obra de Doménico Theotocópuli, el Greco, recopilada y traída de diversos museos del mundo.
Pero estimo que hablar de la obra del pintor no es lo más adecuado ni puedo hacerlo, pues quien esté interesado y quiera puede buscar, informarse y opinar. (La prensa escrita ofreció amplios reportajes y galería de fotos de sus cuadros; puede consultarse).
Estoy sentado en una esquina de la plaza Zocodover de Toledo.
Acabo de subir, (en esta ciudad, ¡cómo no subir!), dejando atrás la estatua monumental de Cervantes. Me han tomado una foto junto a esta representación del escritor.

Y me surge la idea de que, por esta vez, hay que atender más a lo lúdico, incluso a lo anecdótico y que entretenga. Ahora, en un martes casi veraniego del mes de junio, mi monólogo interior es acerca de la voluntad de ver y conquistar una trozo de felicidad sensorial que no me he querido negar. A propósito de esto, sobre hacia dónde decantar la escritura, me inclino por decir algo que, sin ser fácil, puede mostrar alguna amenidad, aunque puede que no haga eco en el lector.

Había que modificar algunas cosas, matizar algunos detalles sobre qué contar de esta visita, a la vez que permitirme algunos detalles visuales en torno a la obra pictórica de El Greco.
Ya conocía Toledo. He vuelto a la capital que fue del imperio, -hoy de Castilla La Mancha- y patrimonio de la Humanidad, tras muchos años. En estos días, he paseado a buen paso y, junto a la satisfacción de la mirada, de los olores y sabores, he ido acumulando cansancio en las piernas, pues caminar por esta ciudad, de calles estrechas y empinadas, con tramos de largas escaleras, acaba por notarse. No se trata sólo de la importancia de la exposición, sino de algunos pequeños detalles vividos.

El Greco en Toledo: una ciudad para un insigne pintor.
Mientras tanto, sigo paladeando las obras de El Greco (Hay algo en este pintor que nos lleva a considerar y observar la realidad y lo místico, pues muestra lo visible y lo invisible, en una relación tranquila, más por lo que muestra que por el dolor en sí, en una relación indolora, desdramatizada. Y no es algo que me haya inventado).


Recorrer la zona monumental toledana, combinando la importancia del viaje cultural y el desgaste físico, en la necesidad de no perder los recuerdos, la memoria.

Ha sido, -porque así lo es-, un viaje vital hacia adelante y hacia atrás. La circunstancia, la realidad y el mundo en Toledo saboreada en primera persona.

Mezclar el personaje de El Greco con la ciudad, de tal manera que se posibilite identificar la visualización de lugares y personas como el impacto de la voz a la que pertenecen otras historias que, cuando se dicen, la reacción de los demás, la mirada de los otros, son silenciosas: las cosas suceden cuando se escuchan o se leen.
Leyendas que se ubican en Toledo.
Hay organizaciones de formados emprendedores –creo haber visto cuatro- que ofrecen paseos por la ciudad, por la mañana o al caer la tarde. Me inscribí en una de ellas.
Salimos. Un grupo de unas veinticinco personas.
El guía, Alejandro, se lo tiene bien estudiado y sabido, posee buena voz y notables modos de actor; hace inflexiones y cambios para mantener la atención de los paseantes organizados, relata bien.
Dice que hay más de trescientas leyendas en Toledo, pero que, en una hora de paseo, sólo podemos tratar 4 ó 5.
Comenzamos en una puerta cegada de la catedral, frente a la calle Locum, (el sitio, vamos, el lugar,…), donde se sitúa la leyenda “La ajorca de oro”, de Gustavo Adolfo Bécquer, en torno al romántico hecho de Pedro Alfonso de Orellana quien intentó robar, por amor y para su amada María Antúnez, la ajorca de la Virgen del Sagrario –patrona del Toledo-, y su desenlace dramático.

Otra es la del Cristo de la Calavera, también de Gustavo Adolfo Bécquer, situada a unos trescientos metros desde aquí, en un entorno que se conserva como cuando el escritor romántico paseaba por la ciudad.



La más espectacular es la doble leyenda del Cristo de la Luz: lo tapiaron para salvarlo de los musulmanes, le pusieron una lamparilla de aceite para mientras se levantaba la tapia; luz que, 300 años después, aún permanecía encendida.
La otra es que la comunidad judía aborrecía a este Cristo. Es más: tras descubrirse un prodigio con las piernas de la imagen, un vecino judío intentó acabar sin éxito alguno con el Cristo de la Luz.

El paseo concluye en unos jardines cercanos al Alcázar. Hay quienes se quejan de los molestos mosquitos. El guía dice que ello es debido a que el río Tajo lleva la mitad de agua que le corresponde… porque la otra mitad está en Murcia.
Ya que nadie me había pedido mi lugar de procedencia, no entro “al trapo” de una discusión que –creo- no conduciría a conclusión. Pero ahí quedó la espina de la ‘solidaridad’.




Cae la tarde. Del calor nos resguardan los toldos desplegados en muchas calles. A la vez que dan color a las calles “vestidas” con tapices, telas, pendones y banderas tanto para estos tiempos de magno acontecimiento cultural, en torno a El Greco, como para el día del Corpus, de gran importancia en la ciudad.




 
Entrar a la Catedral primada sin pagar.
Fue una casualidad; ocasional, no otra cosa.
Había previsto mi visita a la Catedral. 
Desde la plaza del ayuntamiento, escucho música de banda que se acerca en marcha procesional. Espero expectante, a ver qué es. Sobreviene la procesión de la Virgen de la Esperanza, de la parroquia de san Cipriano.
(¿Por qué digo esto con ese señalamiento y ‘precisión’?
Pues porque, a cada minuto, alguna de las diversas personas de la Hermandad de Caballeros y Damas Mozárabes, lanzaban el grito largo, casi agotador de:
-     “¡Viva la Virgen de la Esperanza, la morenica de de san Cipriano!”
A lo que los participantes en la comitiva respondían con
-     “¡Viva!”

Bueno,… a lo que íbamos.
Observo que la procesión gira hacia la entrada de la catedral, habitualmente custodiada por tres seguratas que controlan el acceso. Observo que se han retirado y que dejan el paso franco a los devotos.
Sin pensarlo me coloco en una de las filas, tras la última mujer que porta vela y, a mi espalda, la proximidad física de la banda de música. Penetro en la catedral y ya estoy dentro. El cortejo sigue hacia una capilla donde aguardan canónigos y otros clérigos para celebrar una ceremonia religiosa.
Pero yo encamino mis pasos para observar lo que ofrece la catedral. Nadie me dice nada y eso que hay ordenanzas uniformados por todos los ángulos.
-“¡Me he ahorrado 8 euros!”, pienso con regocijo. No me da rubor decirlo. Es más,… parecía una señal, una oportunidad… de no sé qué.

 Y así, hago mi calmosa visita a la catedral. Observo el  altar mayor, el coro y las capillas laterales, Llego al primer salón de objetos de culto, donde preside centralmente la custodia que se usa en la procesión del Corpus: todo un lujo en oro,… (Me da por pensar… en otras cosas y consideraciones, ante tanta riqueza). Entro, casi rozando al de seguridad, que ni me mira. Dentro está uno de los varios grupos de japoneses, a los que se advierte que no utilicen flashes para obtener fotos. Salgo.

Me dirijo a la Sacristía, de tres estancias, es el Museo más preciado de la catedral: dedicado a El Greco, -aunque hay otras pinturas, de entre las que destacan una de Velázquez y otra de Goya-.










La sala más espaciosa la preside el cuadro “El Expolio”, representando a Jesucristo al que despojan de sus vestiduras momentos antes de clavarle en la cruz. (Como casi todo lo de El Greco, bella mostración, más representación que dramatismo). Colores y situación de las diferentes figuras.
En la parte alta de las cuatro paredes de la sala, están retratados singularmente los apóstoles, con sus símbolos y señas, -lo que obvio, por ejemplo, san Pedro con las llaves-. Y hay esculturas y otros motivos visuales de valor y agrado. Un lugar de impresión que marca huella.
Lo he admirado, reincidiendo una y otra vez, volviendo a mirar. Me sentí y me sentó bien.

El entierro del conde de Orgaz”.
Las colas lo habitan todo, se camine hacia donde se vaya. Pasear por Toledo en una hora cualquiera, -salvo en el caluroso hueco del mediodía- hace encontrarse con gente, sea dispuesta para entrar en algún lugar de exposición o para un restaurante o bar.
Iglesia de Santo Tomé. El efecto al entrar en un ámbito de breve espacio con apenas iluminación, es realmente magnífico: la pintura de El Greco es otro certificado más de quien es el más ilustre habitante de Toledo.
La claridad de caras reconocibles en el cuadro se acumulan, reclamando atención singularizada.
Gran espiritualidad se respira en este y otros lugares. Es la espiritualidad de Toledo que inunda interiores y sus calles.

Convivencia de culturas, infinito movimiento que aturde a la vez que seduce.


El Greco en el museo de Santa Cruz.

El interés de una exposición en este museo es su amplitud; aunque también es un inconveniente. La cantidad mueve a la desatención; con facilidad la mirada se fatiga.
Y porque la pintura de El Greco tiene la disposición y cualidad de transmitir lo mismo lo más terrenal que lo más sagrado o misterioso: él llega más allá de la representación de lo visible. Es la capacidad de la pintura para tratar los asuntos graves, como la crucifixión sin dramatismo.


Vuelvo a las calles empedradas, callejuelas angostas e inclinadas. En Toledo siempre se está subiendo, aun cuando bajas, sabes que tendrás que volver a subir, vayas o regreses.





Porque hay que ver nuevos sitios, pasear por la Judería, revisitar las sinagogas (la impactante e importante, la del Tránsito. 





Y la de santa María la Blanca).



Y llegar hasta la iglesia de san Juan de los Reyes, de claustro destacable y de frontal donde destacan los grilletes y cadenas que tenían presos a los cristianos liberados por los reyes Católicos del yugo islámico.




Y ver las puertas-arcos (de Bisagra, del Sol y otros). Y los puentes, otros espacios monumentales, desde todos los puntos se divisa el Alcázar.
Toledo tiene mucho para ver, admirar y vivir, deambulando, impregnándose de su herencia y lo que late con viveza.
Por la tarde ya me invade el cansancio. Quiero seguir viendo.  Por lo que busco una alternativa de uso muy popular: para abrazar Toledo, nada mejor que el trenecito turístico (considero que mejor que el autobús, porque este “tren” entra hasta por calles estrechas).
En diferentes momentos, el vehículo se detiene y posibilita fotografiar panorámicamente a la ciudad de Toledo, con el río Tajo, y, así, emular la mirada que El Greco mostró en uno de sus cuadros.
Y admirar el puente de Alcántara, bien conservado.

 Va cayendo la noche y Toledo, magnífica ciudad, cruce de culturas y épocas, se silencia en los retazos de su historia.




Un cartel, dentro del hotel, avisa y sugiere una visita a  la terraza del hotel: anochecer, ausencia de ruido.
Un grupo de catalanes hablan en su idioma, y han tomado todas las sillas y la mesa, en la que disfrutan de copas de vino.
En el otro espacio de la terraza, un círculo de personas de pie, también toman vino, mientras miran y apenas hablan.


Aguanto prendido en la atmósfera imponente entre el cielo y los tejados. El entorno es precioso, pero el cansancio hace mella.


    Ha estado bien, muy bien.

Y si quieres ver y saber más,...