Había que ir a
Toledo, que esto del IV Centenario de la muerte del pintor se acababa, celebrándolo con una gran parte de su obra, que anda dispersa por el mundo.
Toledo,
en esta ocasión, situó el epicentro en la obra de Doménico Theotocópuli,
el Greco, recopilada y traída de diversos museos del mundo.
Pero estimo que
hablar de la obra del pintor no es lo más adecuado ni puedo hacerlo, pues quien
esté interesado y quiera puede buscar, informarse y opinar. (La prensa escrita
ofreció amplios reportajes y galería de fotos de sus cuadros; puede
consultarse).
Estoy sentado en
una esquina de la plaza Zocodover de Toledo.
Acabo de subir, (en esta ciudad,
¡cómo no subir!), dejando atrás la estatua monumental de Cervantes. Me han tomado
una foto junto a esta representación del escritor.
Y me surge la idea
de que, por esta vez, hay que atender más a lo lúdico, incluso a lo anecdótico
y que entretenga. Ahora, en un martes casi veraniego del mes de junio, mi
monólogo interior es acerca de la voluntad de ver y conquistar una trozo de felicidad
sensorial que no me he querido negar. A propósito de
esto, sobre hacia dónde decantar la escritura, me inclino por decir algo que,
sin ser fácil, puede mostrar alguna amenidad, aunque puede que no haga eco en
el lector.
Había que modificar algunas cosas, matizar algunos detalles
sobre qué contar de esta visita, a la vez que permitirme algunos detalles
visuales en torno a la obra pictórica de El Greco.
Ya conocía Toledo. He vuelto a la capital que fue del imperio,
-hoy de Castilla La Mancha- y patrimonio de la Humanidad, tras muchos años.
En estos días, he paseado a buen paso y, junto a la satisfacción de la
mirada, de los olores y sabores, he ido acumulando cansancio en las piernas,
pues caminar por esta ciudad, de calles estrechas y empinadas, con tramos de
largas escaleras, acaba por notarse. No se trata sólo de la importancia de la
exposición, sino de algunos pequeños detalles vividos.
El Greco en Toledo: una
ciudad para un insigne pintor.
Mientras tanto, sigo paladeando las obras de El Greco (Hay algo
en este pintor que nos lleva a considerar y observar la realidad y lo
místico, pues muestra lo visible y lo invisible, en una relación tranquila,
más por lo que muestra que por el dolor en sí, en una relación indolora,
desdramatizada. Y no es algo que me haya inventado).
Recorrer la zona monumental toledana, combinando la importancia
del viaje cultural y el desgaste físico, en la necesidad de no perder los
recuerdos, la memoria.
Ha sido, -porque así lo es-, un viaje vital hacia adelante y
hacia atrás. La circunstancia, la realidad y el mundo en Toledo saboreada en
primera persona.
Mezclar el personaje de El Greco con la ciudad, de tal manera
que se posibilite identificar la visualización de lugares y personas como el
impacto de la voz a la que pertenecen otras historias que, cuando se dicen,
la reacción de los demás, la mirada de los otros, son silenciosas: las cosas suceden
cuando se escuchan o se leen.
|
Leyendas que se ubican en Toledo.
Hay organizaciones
de formados emprendedores –creo haber visto cuatro- que ofrecen paseos por la
ciudad, por la mañana o al caer la tarde. Me inscribí en una de ellas.
Salimos. Un grupo
de unas veinticinco personas.
El guía, Alejandro,
se lo tiene bien estudiado y sabido, posee buena voz y notables modos de actor;
hace inflexiones y cambios para mantener la atención de los paseantes
organizados, relata bien.
Dice que hay más de
trescientas leyendas en Toledo, pero que, en una hora de paseo, sólo podemos
tratar 4 ó 5.
Comenzamos en una
puerta cegada de la catedral, frente a la calle Locum, (el sitio, vamos, el
lugar,…), donde se sitúa la leyenda “La ajorca de oro”, de Gustavo Adolfo
Bécquer, en torno al romántico hecho de Pedro Alfonso de Orellana quien intentó
robar, por amor y para su amada María Antúnez, la ajorca de la Virgen del
Sagrario –patrona del Toledo-, y su desenlace dramático.
Otra es la del
Cristo de la Calavera, también de Gustavo Adolfo Bécquer, situada a unos
trescientos metros desde aquí, en un entorno que se conserva como cuando el
escritor romántico paseaba por la ciudad.
La más espectacular
es la doble leyenda del Cristo de la Luz: lo tapiaron para salvarlo de los
musulmanes, le pusieron una lamparilla de aceite para mientras se levantaba la
tapia; luz que, 300 años después, aún permanecía encendida.
La otra es que la
comunidad judía aborrecía a este Cristo. Es más: tras descubrirse un prodigio
con las piernas de la imagen, un vecino judío intentó acabar sin éxito alguno
con el Cristo de la Luz.
El paseo concluye
en unos jardines cercanos al Alcázar. Hay quienes se quejan de los molestos
mosquitos. El guía dice que ello es debido a que el río Tajo lleva la mitad de
agua que le corresponde… porque la otra mitad está en Murcia.
Ya que nadie me
había pedido mi lugar de procedencia, no entro “al trapo” de una discusión que
–creo- no conduciría a conclusión. Pero ahí quedó la espina de la
‘solidaridad’.
Cae la tarde. Del
calor nos resguardan los toldos desplegados en muchas calles. A la vez que dan
color a las calles “vestidas” con tapices, telas, pendones y banderas tanto
para estos tiempos de magno acontecimiento cultural, en torno a El Greco, como
para el día del Corpus, de gran importancia en la ciudad.
Entrar a la Catedral primada sin pagar.
Fue una casualidad;
ocasional, no otra cosa.
Había previsto mi
visita a la Catedral.
Desde la plaza del ayuntamiento, escucho música de banda
que se acerca en marcha procesional. Espero expectante, a ver qué es. Sobreviene
la procesión de la Virgen de la Esperanza, de la parroquia de san Cipriano.
(¿Por qué digo esto
con ese señalamiento y ‘precisión’?
Pues porque, a cada
minuto, alguna de las diversas personas de la Hermandad de Caballeros y Damas
Mozárabes, lanzaban el grito largo, casi agotador de:
- “¡Viva la Virgen de
la Esperanza, la morenica de de san Cipriano!”
A lo que los
participantes en la comitiva respondían con
- “¡Viva!”
Bueno,… a lo que
íbamos.
Observo que la
procesión gira hacia la entrada de la catedral, habitualmente custodiada por
tres seguratas que controlan el acceso. Observo que se han retirado y que dejan
el paso franco a los devotos.
Sin pensarlo me
coloco en una de las filas, tras la última mujer que porta vela y, a mi
espalda, la proximidad física de la banda de música. Penetro en la catedral y
ya estoy dentro. El cortejo sigue hacia una capilla donde aguardan canónigos y
otros clérigos para celebrar una ceremonia religiosa.
Pero yo encamino
mis pasos para observar lo que ofrece la catedral. Nadie me dice nada y eso que
hay ordenanzas uniformados por todos los ángulos.
-“¡Me he ahorrado 8
euros!”, pienso con regocijo. No me da rubor decirlo. Es más,… parecía una
señal, una oportunidad… de no sé qué.
Y así, hago mi calmosa visita a la catedral.
Observo el altar mayor, el coro y las
capillas laterales, Llego al primer salón de objetos de culto, donde preside
centralmente la custodia que se usa en la procesión del Corpus: todo un lujo en
oro,… (Me da por pensar… en otras cosas y consideraciones, ante tanta riqueza).
Entro, casi rozando al de seguridad, que ni me mira. Dentro está uno de los
varios grupos de japoneses, a los que se advierte que no utilicen flashes para
obtener fotos. Salgo.
Me dirijo a la
Sacristía, de tres estancias, es el Museo más preciado de la catedral: dedicado
a El Greco, -aunque hay otras pinturas, de entre las que destacan una de
Velázquez y otra de Goya-.
La sala más
espaciosa la preside el cuadro “El Expolio”, representando a Jesucristo al que
despojan de sus vestiduras momentos antes de clavarle en la cruz. (Como casi
todo lo de El Greco, bella mostración, más representación que dramatismo).
Colores y situación de las diferentes figuras.
En la parte alta de
las cuatro paredes de la sala, están retratados singularmente los apóstoles,
con sus símbolos y señas, -lo que obvio, por ejemplo, san Pedro con las llaves-.
Y hay esculturas y otros motivos visuales de valor y agrado. Un lugar de
impresión que marca huella.
Lo he admirado,
reincidiendo una y otra vez, volviendo a mirar. Me sentí y me sentó bien.
“El entierro del conde de Orgaz”.
Las colas lo
habitan todo, se camine hacia donde se vaya. Pasear por Toledo en una hora
cualquiera, -salvo en el caluroso hueco del mediodía- hace encontrarse con
gente, sea dispuesta para entrar en algún lugar de exposición o para un
restaurante o bar.
Iglesia de Santo Tomé. El efecto al entrar en un ámbito de breve espacio con apenas
iluminación, es realmente magnífico: la pintura de El Greco es otro certificado
más de quien es el más ilustre habitante de Toledo.
La claridad de
caras reconocibles en el cuadro se acumulan, reclamando atención singularizada.
Gran espiritualidad
se respira en este y otros lugares. Es la espiritualidad de Toledo que inunda interiores y sus
calles.
Convivencia de
culturas, infinito movimiento que aturde a la vez que seduce.
El Greco en el museo de Santa Cruz.
El interés de una
exposición en este museo es su amplitud; aunque también es un inconveniente. La
cantidad mueve a la desatención; con facilidad la mirada se fatiga.
Y porque la pintura
de El Greco tiene la disposición y cualidad de transmitir lo mismo lo más
terrenal que lo más sagrado o misterioso: él llega más allá de la
representación de lo visible. Es la capacidad de la pintura para tratar los
asuntos graves, como la crucifixión sin dramatismo.
Vuelvo a las calles
empedradas, callejuelas angostas e inclinadas. En Toledo siempre se está
subiendo, aun cuando bajas, sabes que tendrás que volver a subir, vayas o
regreses.
Porque hay que ver
nuevos sitios, pasear por la Judería, revisitar las sinagogas (la impactante e
importante, la del Tránsito.
Y la de santa María la Blanca).
Y llegar hasta la
iglesia de san Juan de los Reyes, de claustro destacable y de frontal donde
destacan los grilletes y cadenas que tenían presos a los cristianos liberados
por los reyes Católicos del yugo islámico.
Y ver las
puertas-arcos (de Bisagra, del Sol y otros). Y los puentes, otros espacios
monumentales, desde todos los puntos se divisa el Alcázar.
Toledo tiene mucho para
ver, admirar y vivir, deambulando, impregnándose de su herencia y lo que late
con viveza.
Por la tarde ya me
invade el cansancio. Quiero seguir viendo.
Por lo que busco una alternativa de uso muy popular: para abrazar
Toledo, nada mejor que el trenecito turístico (considero que mejor que el autobús,
porque este “tren” entra hasta por calles estrechas).
En diferentes
momentos, el vehículo se detiene y posibilita fotografiar panorámicamente a la
ciudad de Toledo, con el río Tajo, y, así, emular la mirada que El Greco mostró
en uno de sus cuadros.
Y admirar el puente
de Alcántara, bien conservado.
Va cayendo la noche
y Toledo, magnífica ciudad, cruce de culturas y épocas, se silencia en los
retazos de su historia.
Un cartel, dentro
del hotel, avisa y sugiere una visita a la terraza del hotel: anochecer, ausencia de
ruido.
Un grupo de
catalanes hablan en su idioma, y han tomado todas las sillas y la mesa, en la
que disfrutan de copas de vino.
En el otro espacio
de la terraza, un círculo de personas de pie, también toman vino, mientras
miran y apenas hablan.
Aguanto prendido
en la atmósfera imponente entre el cielo y los tejados. El entorno es precioso,
pero el cansancio hace mella.
Ha estado bien, muy bien.
Y si quieres ver y saber más,...
No hay comentarios:
Publicar un comentario