Pasaba al
lado de la frutería, regentada por magrebíes. En la puerta, dos mujeres jóvenes
hablaban. Por su acento aminoré al marcha.
Hay también
un niño de tez morena que reclamaba, a cada instante, la atención de su madre,
la que viste un atuendo inequívocamente árabe (sí, ese que, las más de las
veces, parece un uniforme distintivo) de pañuelo en la cabeza que oculta el
cabello y deja al aire y a la vista un rostro delimitado, chaqueta amplia y
larga, que no se ciña al cuerpo para no dejar traslucir las formas, y los zapatos
cerrados, sin mostrar dedos.
Es joven
esta mujer, que le habla a otra, rubia de pelo corto y de piel muy blanca,
de cabeza descubierta, que lleva un
suéter azul claro, pantalón vaquero; en los pies calza zapatos con tacón alto;
y en las manos sujeta un chaquetón, un bolso y un carrito de la compra.
-
Estoy
deseando que comience de nuevo el colegio, este niño está insoportable, -dice
la madre árabe en idioma español/castellano-, bien construido, pero hace eco el
acento que revela la procedencia y la lengua materna de origen norteafricana,
con sonidos guturales aspirados.
-
Al
mío le pasa lo mismo, también tengo gana de que comience el colegio, a ver si
se tranquiliza, - manifiesta su acuerdo la mujer rubia, que evidencia un acento
eslavo, quizá ucraniano o ruso, donde los sonidos interdentales se destacan.
Siguen hablando.
De eso y de otras cosas, de trabajo y de cómo le va el negocio de las frutas y
verduras,… Es lo que oigo a una distancia prudencial para que no se sientan
observadas y porque he de seguir hablando y dejando de palpar mis bolsillos
como si quisiera encontrar algo, en disimulo por haberme detenido.
Pero sólo
quiero observar que dos personas, foráneas, de diferentes y distantes procedencias
geográficas, que han recalado en esta ciudad buscando trabajo y
desarrollándolo, se entienden en un idioma que no es el de sus orígenes.
Y me ocurrió
una manifestación de la misma anécdota en la pescadería del pueblo, donde tres
hombres se comunicaban y entendían en el mismo idioma que es el mío. Un
subsahariano, un europeo del Este y un español, que hablaban de la escasez de
trabajo y de lo que se podía hacer en la huerta ahora que es invierno. Y
¿adivináis quién empleaba el español con mejor construcción y claridad en las
frases? Os resuelvo la pregunta: el subsahariano, con su acento sonoro; porque
el español autóctono hablaba en forma de “lugares comunes” y que casi exigía
una retraducción.
No es, ni
pretende ser, esto que aquí señalo una aportación para un análisis
sociolingüístico.
Podríamos
internarnos en las condiciones de vida de los inmigrantes y su situación de
justicia.
Sí, de mucho
podría hablarse.
Pero escribo
hoy sólo lo de la cuestión lingüística.
Y seguro que
vosotros os habréis encontrado con escenas similares que os llegan. Pero se me
hace de agrado que personas venidas de allá las distancias, los montes y los
mares, hablen la misma lengua y lo hagan con más interés y conocimiento que
algunos autóctonos.
Y que el
idioma en que pienso y me expreso sea vehículo de entendimiento y difusión, sencillamente,
me gusta que así suceda.
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