(En el día después al 11 de marzo).
El principio
del recuerdo lo sitúo en el autobús urbano, yendo hacia el trabajo. Como todas
las mañanas, también aquella se oía la radio. Súbitamente, cambian las palabras
y el tono en quienes están en los micrófonos de la emisora: se va creciendo
desde lo dramático a lo desgarrado; todo se transforma hacia la tensión
inquieta y el sobresalto de espanto. Informan atropelladamente y en
desconcierto de que en diversos trenes y estaciones de Madrid y sus
proximidades, también en la de Atocha, ha habido tremendas explosiones. Son
atentados terroristas.
Desde aquí, a
400 kilómetros de allí, el autobús seguía el itinerario en un sobrecogedor
silencio, sólo quebrado por la aceleración del motor y el chirrido de los
frenos.
Se escuchaba
la incesante y apresurada crónica, descompuesta y plagada de horror e inerme
angustia: explosiones en los trenes,… Empieza y crece la cuenta de muertos y
heridos,… Las palabras se atropellan en la boca de los cronistas radiofónicos. Es
muy duro y sobrecogedor escuchar. Así estaba ocurriendo.
Y pasan los
años. Se convierte en un hecho histórico, más que un episodio, más que un
testimonio; en él se contiene y se avisa de que la amenaza terrorista y la
intolerancia siguen vigentes.
Las víctimas
del terrorismo no pueden dejar de ser un referente moral, que ayude a crecer
humanamente y a vivir. El momento del 11 marzo de 2004 no puede quedarse relegado
en un recuerdo apuntado en la agenda de cada año que transcurre, sino que es y
sigue siendo un hecho que condiciona el sentido de la vida, como primer derecho
y valor universal; y para tender a superar los sinsentidos -perpetrados por
humanos, vaya,…- de los terroristas y sus ideólogos.
Pero, ‘ah!, hay quienes quieren conservarlo “vivo” -?- de
otra manera: con la constante siembra de dudas sobre la autoría, apuntando, con
anidado rencor y resentimiento, casi incomprensible entre afectados iguales,
que somos todos, –el dolor no sólo es de las víctimas, aunque en ellas sea
principal y cardinal-, por la matanza y destrucción.
No acierto a
comprender qué se pretende y qué se gana con lanzarse sospechas y culpas entre
españoles e instituciones. Dudar, tras nueve años del doloroso acontecimiento, sólo
puede conducir al fraccionamiento social entre igualmente golpeados y doloridos.
Pero los
muertos, heridos y afectados por el 11-M ahí siguen estando: en la permanente
memoria de su sacrificio impenetrable, que informa e ilumina, -si queremos así
recibirlo y entenderlo-, de lo que debemos sentir y procurar hacer para seguir
con ánimo en la convivencia.
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