De todo lo que contiene y significa, ¿qué atrae, qué se piensa,
qué se siente, aunque sea tangencial, temporalmente?
Los tiempos repetidos nunca han sido suficientes. Sólo porque
sea el momento de otoño, por la viva coloración y los matices de decadencia,
nos da a entender lo que ya intuimos, por elemental; lo que va estando claro,
por inexorable.
Llegar junto al río de siempre, que se resiste a dejar de
ser, escaso de caudal. Abrir los sentidos a los coloreados bosques de ribera y algunas
presencias de pinos con tocados anaranjados en sus agujas. Por allí y más
cerca, aparecen rojos y amarillos luminosos, que contrastan con ocres y
marrones. Pasear unos minutos sin prisa, así, sin mirar el reloj, venir a
conversar con las tonalidades, con el viento y las nubes.
Otoño, espectáculo que la naturaleza dispone y avisa: viste a
los árboles de un amarillo encendido en ramas pálidas y desmayadas, y, a su
vez, los va desnudando poco a poco, con alianza en soplido de viento inquieto.
Agrada el fresco y la humedad de la lluvia venidera, esa que
aguardan las riberas para seguir siendo umbrías.
Viene menguando la luz y alargándose las sombras, que se extenderán
casi perdurables. Colores en la memoria y latido en avance de ausencias para el
invierno, que llegará.
Pasan los días, cada uno
diferente de los demás, totalmente distantes en vivencias. Se llega a la cuenta
que dice que una etapa está ya agotada, o al menos llegando a su fin. Y las
preguntas se sitúan en cómo abrir otras puertas e iniciar otros caminos.
Con las primeras lluvias del otoño, las fuentes y los ríos
del valle, allí, a lo lejos, que en verano eran un hilo, recuperan el brío,
como si fuera primavera. El arroyo vuelve a brincar como lo hace el oro en las
cumbres que el otoño dora a fuego lento. Un canto a la vida, queriendo
retenerla, y se escapa como el agua de las manos.
Volver a la ciudad. Concretar un paseo por jardines, internarse en el susurro de las
hojas mecidas por el viento y alejarse un tanto del ruido; discurrir entre el
silencio traspasado de gorjeos, brotan
las palabras. Y rodear las tapias por el exterior para ver la paleta de
colores vegetales del otoño, con gozo ante todas las cosas: la primera lluvia
del otoño, unas nubes, colores de la mañana, el dorado crepuscular.
Los árboles se fertilizan con las
hojas desprendidas y secas.
El aire se mueve y modela remolinos de hojas secas, de
bolsas de plástico y papeles, polvo acumulado; cuando cesa, todo se deposita informe
en el suelo, incoherente e incomprensible. Veo caer las hojas de una vida en remolino informe.
Las esperanzas truncadas, como
los sueños rotos. La extrañeza de la simultaneidad de la promesa rota de
mantener la lucidez, con el asombro de la
vida gastada. El deseo repetido de que broten nuevas hojas, suponiendo inmarchitable
el ciclo renovador: después de las hojas caídas al roce del
viento viajero, que venga otra vez la fuerza.
Pero llegará el invierno.
La mirada quiere ser penetrante, excavar en
lo que se manifiesta, transcenderlo en su por qué. El otoño se resiste a
caminar, pero ha llegado. Y atraviesa cruzando la mirada.
Lo que se oculta tras las señas y signos
lleva a preguntas: ¿Es la vida de las personas algo más que sombra? ¿Qué cosa o
qué sombra somos? Sacuden las certezas
de ser destinados al ofrecido sufrimiento para dioses que inexisten.
Es otoño. Su espejo refleja el desvalimiento
de vivir para límite y punto. Por la esperanza
se cree en la vivencia trascedente
de lo existente.
Es otoño, y sus frutas alientan el ánimo y la
permanencia. Fundidos en una misma y única esencia: el amor por la tierra y
sentirse desterrado.
Es otoño, realidad que se sabe más real, y
hay que darle voz: para vencer la extrañeza de no conocer y, a cada instante,
vivir como acontecimiento:
Tan sencillo es todo
que se piensa en detener:
nada es imposible
ni tiene término.
¿Dónde se ha escrito
que el otoño de la vida
es decadencia
y aviso del fin?
Y escribo,
persuadiéndome
sin convencido remedio,
de que en este instante,
todo es
mientras camina
a dejar de ser.
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