Cuando está concluyendo octubre y el ambiente ya no es ardoroso como en el mes anterior, declina el ánimo en un recogimiento entre contemplativo y sensual. Adentrados en la estación de los matices de luz irisada, la experiencia del paso del tiempo invita a ser contada con la complejidad de las cosas sencillas. Para transitar por este tiempo, y ponerle la ilusión de la escritura, hace falta vivir sin la urgencia del verano y con la disposición de instantes para pensar en los demás y en uno mismo.
El ser humano mantiene su pulso contra el paso del tiempo, arraigado en el deseo de perdurar, para lo que constantemente proyecta un espejismo de control sobre el ritmo de los días: en primavera se pretende acelerar su marcha acortando el día; en otoño se desea transferir morosidad añadiendo al amanecer una hora, restándola de la luz de la tarde. Es la pasión de convertirse en Cronos, dios del tiempo, para creer que se posee el resorte por el que se someten las transiciones del sol en cada momento. El sueño del ser humano sigue vivo en una burbuja donde quedan suspendidos el tiempo y el espacio, sintiéndose protagonista de su propia historia.
Avanza el otoño y, tras el cambio horario, en la tarde penetra menos luz por la ventana. En el ánimo aparecen, se entrecruzan y se aprecian los más diversos claroscuros del presente, pero sin descuidar que el pensamiento debe seguir iluminado y vivo.
Y así, entre los celajes maduros de la estación, advertimos cómo emergen más claros algunos comportamientos esperpénticos de ‘personajes’ que coexisten en las cercanías de la cotidianeidad y de la actividad habitual. Dependen de la lengua suelta, -ya que no escriben, que es más arriesgado-, por la que inquietan difusamente con su prédica incontinente de moralina: con su ignorancia recubierta de sucedáneos del conocimiento (“esto es así, que yo lo sé” y “¡Me vas a decir tú a mí…!”) difunden temor que les provee, a la vez, de sensación de poder y de placer por sentirse temidos si no se les atiende y acepta en sus diatribas. No es fácil dibujarlos con trazo decidido y estilizado, ya que son cambiantes y sólo se consiguen imágenes desvaídas, porque tales figuras tienen poca consistencia humana: son personajes que ignoran su maldad y sólo se les puede ver como muñecos antropomórficos, más parlanchines que otra cosa, siempre construidos alrededor de sus palabras envenenadas, destinadas a sentirse mejores denostando a otros.
Ya que el mundo les resulta grande, se afanan en dominar lo próximo sembrando inquietudes falsarias. En la desestabilización de los otros se creen alcanzar la firmeza del terreno que pisan. Vierten palabras puntiagudas y con aristas dañosas, que saborean sin más criterio que su antojo o conveniencia menguada, hasta el punto de necesitar camuflar el verde color envidia que habita en sus cuerpos. Como las hojas caídas antes de tiempo. Aparecen como personajes salidos de ninguna página que se han quedado flotando, pendientes sólo de lo indeterminado en su conveniencia, haciendo ley de la casualidad. Que existan es inquietante, pues estorban el desarrollo de las cualidades y valores humanos, a los que parasitan a la vez que les inoculan su ponzoña: son inequívocas muestras de la torpeza humana cuando se ha perdido la cualidad de lo sensato.
Pero ahí las tenemos en su deformidad: ¿cuál es la forma de quienes miran por la espalda pero la boca está en la oreja de otros mientras abonan sin más criterio que su antojo, con el vicio verosímil del desprestigio, el crédito y la imagen de alguien? Desfiguradas imágenes resultantes, posiblemente, de la inclinación de la luz en otoño. Aunque cualquier luz les molesta, pues su razón de ser está en la oscura asechanza. A poco que pensemos, enseguida sabemos quiénes son y dónde están.
El ser humano mantiene su pulso contra el paso del tiempo, arraigado en el deseo de perdurar, para lo que constantemente proyecta un espejismo de control sobre el ritmo de los días: en primavera se pretende acelerar su marcha acortando el día; en otoño se desea transferir morosidad añadiendo al amanecer una hora, restándola de la luz de la tarde. Es la pasión de convertirse en Cronos, dios del tiempo, para creer que se posee el resorte por el que se someten las transiciones del sol en cada momento. El sueño del ser humano sigue vivo en una burbuja donde quedan suspendidos el tiempo y el espacio, sintiéndose protagonista de su propia historia.
Avanza el otoño y, tras el cambio horario, en la tarde penetra menos luz por la ventana. En el ánimo aparecen, se entrecruzan y se aprecian los más diversos claroscuros del presente, pero sin descuidar que el pensamiento debe seguir iluminado y vivo.
Y así, entre los celajes maduros de la estación, advertimos cómo emergen más claros algunos comportamientos esperpénticos de ‘personajes’ que coexisten en las cercanías de la cotidianeidad y de la actividad habitual. Dependen de la lengua suelta, -ya que no escriben, que es más arriesgado-, por la que inquietan difusamente con su prédica incontinente de moralina: con su ignorancia recubierta de sucedáneos del conocimiento (“esto es así, que yo lo sé” y “¡Me vas a decir tú a mí…!”) difunden temor que les provee, a la vez, de sensación de poder y de placer por sentirse temidos si no se les atiende y acepta en sus diatribas. No es fácil dibujarlos con trazo decidido y estilizado, ya que son cambiantes y sólo se consiguen imágenes desvaídas, porque tales figuras tienen poca consistencia humana: son personajes que ignoran su maldad y sólo se les puede ver como muñecos antropomórficos, más parlanchines que otra cosa, siempre construidos alrededor de sus palabras envenenadas, destinadas a sentirse mejores denostando a otros.
Ya que el mundo les resulta grande, se afanan en dominar lo próximo sembrando inquietudes falsarias. En la desestabilización de los otros se creen alcanzar la firmeza del terreno que pisan. Vierten palabras puntiagudas y con aristas dañosas, que saborean sin más criterio que su antojo o conveniencia menguada, hasta el punto de necesitar camuflar el verde color envidia que habita en sus cuerpos. Como las hojas caídas antes de tiempo. Aparecen como personajes salidos de ninguna página que se han quedado flotando, pendientes sólo de lo indeterminado en su conveniencia, haciendo ley de la casualidad. Que existan es inquietante, pues estorban el desarrollo de las cualidades y valores humanos, a los que parasitan a la vez que les inoculan su ponzoña: son inequívocas muestras de la torpeza humana cuando se ha perdido la cualidad de lo sensato.
Pero ahí las tenemos en su deformidad: ¿cuál es la forma de quienes miran por la espalda pero la boca está en la oreja de otros mientras abonan sin más criterio que su antojo, con el vicio verosímil del desprestigio, el crédito y la imagen de alguien? Desfiguradas imágenes resultantes, posiblemente, de la inclinación de la luz en otoño. Aunque cualquier luz les molesta, pues su razón de ser está en la oscura asechanza. A poco que pensemos, enseguida sabemos quiénes son y dónde están.
Volvamos a la energía del otoño, ya que por la ventana se advierte la silueta azulada de la ciudad que se diluye en las sombras que acortan la tarde. Se escuchan los rumores del viento y algún canto de pájaros. Delicadeza y disonancia se superponen, en una imprevisible melodía, en una apesadumbrada lámina que muestra pinceladas de dulzura a la vez que brochazos de burla y de vacío.
La aparente sencillez se siente en la lentitud contemplativa mientras el fondo musical de la radio la envuelve. Y aunque acabe la música, el otoño no cesa en su estruendo porque haya sobrevenido el silencio. Y nos ofrece los más bellos atardeceres del año; porque no existe espacio sin la presencia de la luz, aun cuando sabemos que en el interior de los humanos hay oscuridades a donde es poco probable que penetre el sol.
Seguimos relatando minuciosamente, cada día, el apego a la naturaleza, atrapados en la presencia del otoño, donde se contiene el tiempo y el conflicto esencial del ser y el existir. De cada vida anónima se espera que cuente lo que pueda contar y que cada relato sirva para iluminar, no para ensombrecer.
En el paseo de regreso, se disfruta de la floresta huertana, que colorea los valles y se prepara para el invierno, mientras emite un suave calor que engaña al frío y lo aplaza, reflejándolo en la luz tamizada por la bruma fucsia de la tarde.
Es tiempo de otoño.
La aparente sencillez se siente en la lentitud contemplativa mientras el fondo musical de la radio la envuelve. Y aunque acabe la música, el otoño no cesa en su estruendo porque haya sobrevenido el silencio. Y nos ofrece los más bellos atardeceres del año; porque no existe espacio sin la presencia de la luz, aun cuando sabemos que en el interior de los humanos hay oscuridades a donde es poco probable que penetre el sol.
Seguimos relatando minuciosamente, cada día, el apego a la naturaleza, atrapados en la presencia del otoño, donde se contiene el tiempo y el conflicto esencial del ser y el existir. De cada vida anónima se espera que cuente lo que pueda contar y que cada relato sirva para iluminar, no para ensombrecer.
En el paseo de regreso, se disfruta de la floresta huertana, que colorea los valles y se prepara para el invierno, mientras emite un suave calor que engaña al frío y lo aplaza, reflejándolo en la luz tamizada por la bruma fucsia de la tarde.
Es tiempo de otoño.
Esta es la estación del año que más me gusta, quizás porque nací en este mes otoñal, que aquí, en la capital se percibe menos que en los campos, y que llega a deslizarse a veces en el invierno sin darnos cuenta. Nosotros hacemos todos los años eso que llamamos ya "el viaje del otoño", para ver esas maravillas de colorido en los árboles.
ResponderEliminarLo que ya no me gusta tanto es la gente de la que hablas, aunque simpre veo que son seres precarios, muchas veces sin verdadero fondo y sin conciencia de lo humano. En fin, creo que, como tú dices, se les conoce enseguida y no hay que hacer mucho caso, Casi siempre son cobardes y no entran a mayores.