El inicio de la tarde es ligeramente frío pero el sol se hace cargo de que sus rayos desciendan como gentiles bondades. Empezamos bien.
Nada más iniciar la visita a lo que queda de tierras cultivadas, el paseante se encuentra con circunstancias de lo dinámico y potente, ya que los espacios de la huerta rejuvenecen y se vigorizan de colores precursores; y de lo estático suspendido entre tierras abandonadas y edificaciones surgidas de la reciente época en que se plantaban ladrillos.
Con cierta imaginación y extrayendo el recuerdo, se despliegan ausencias que pudieran caer en la nostalgia. Y el tiempo pasado no volverá, de ninguna manera (que tampoco se debe, ni se puede ni conviene calificar el pasado de ‘idílico’). Así que gocemos de lo que hay y lo que queda, en la difícil supervivencia de lo agrícola: ya se resolvió el dilema entre el cultivo familiar y la agricultura extensiva/intensiva en nuevas tierras, lejos del río Segura –superado por los trasvases y canalizaciones- que antes distribuía su agua por las acequias, hoy disminuidas o canceladas.
Pero si trazamos este paseo es porque no renunciamos a lo que lo caracteriza: la tierra que, fértil como cuerpo de mujer y sus transformaciones, en las funciones elementales de la naturaleza es una necesaria referencia para la vida humana.
No sólo la vista se recrea en los colores de los árboles florecidos, pues otro foco de atención penetra y queda fijado por el oído: los pájaros, sus gorjeos y sus vuelos graciosos o elegantes, como si su función sea la de avisar que la vida late y advertir para que el mundo sea menos confuso.
Las parcelas cuidadas pueden acogerse y distinguirse en un estilo personal, original, de sus cultivadores: si es para árboles frutales o la tierra espera la siembra de hortalizas. La tierra de cultivo es un espacio escrito con un lenguaje sutil y en apariencia inocente. El paseante siente que las palabras, como los pájaros, vuelan, y se piensa en frases que puedan expresar con fidelidad y a la vez, lo que se ve y la impresión que se siente. Al final, uno se remite a lo tópico y acostumbrado, resumiendo la emoción y el pensamiento.
Este acontecimiento de la floración, no por repetido deja de ser un suceso sorprendente, aun en la sencillez del cotidiano discurrir de las estaciones.
Y le tienta al paseante revivir y relatar enredos reales y ficciones aparentes que tuvieron lugar por estos territorios. Contando con que los recuerdos se modifican, las leyendas y los mitos de siempre pueden contener un sentido nuevo, como cuando los huertanos cantaban, con mejor o peor entonación, mientras laboraban, antes de la expansión del transistor, o un obrero a otro contaba un suceso misterioso desde la distancia de un terreno a otro, donde se entremezclaban las historias con las opiniones, los refranes y los precios del trabajo y de las frutas, con prospectiva de futuro, en una continua expresión de la sabiduría popular.
El paseante se complace, pero no se anima, a ser un personaje que pudiera impulsar una narración, aprovechando la vida de árboles pájaros, y paseantes en bicicleta, procurando un estilo coloquial y a propósito sobre lo que se ve, la situación en la que habla el corazón.
Hoy, las personas que cantan son pájaros y evocan el mundo que existe, aunque con ecos distintos. El escenario huertano sigue siendo asombroso, aun en su, a veces, triste respuesta a la rudeza del mundo real.
El paseante mira o lo recuerda, que es un modo de mirar lo que ya no está, y se mezcla algo de lo que fue y algo de lo que hay y que no sabe ponerle nombre.
Será mejor abrir de par en par los ojos para recibir en el ánimo eso que está muy claro, intentando que la inteligencia sensible no dé paso a los excesos sentimentales. Las palabras vuelan igual que los pájaros, que armoniosamente quiebran el silencio del caminante, mientras se percibe la primavera que retorna y deja algo para compensar la ausencia cromática anterior: está aquí para eso y para lo que quiera entenderse.
Nada más iniciar la visita a lo que queda de tierras cultivadas, el paseante se encuentra con circunstancias de lo dinámico y potente, ya que los espacios de la huerta rejuvenecen y se vigorizan de colores precursores; y de lo estático suspendido entre tierras abandonadas y edificaciones surgidas de la reciente época en que se plantaban ladrillos.
Con cierta imaginación y extrayendo el recuerdo, se despliegan ausencias que pudieran caer en la nostalgia. Y el tiempo pasado no volverá, de ninguna manera (que tampoco se debe, ni se puede ni conviene calificar el pasado de ‘idílico’). Así que gocemos de lo que hay y lo que queda, en la difícil supervivencia de lo agrícola: ya se resolvió el dilema entre el cultivo familiar y la agricultura extensiva/intensiva en nuevas tierras, lejos del río Segura –superado por los trasvases y canalizaciones- que antes distribuía su agua por las acequias, hoy disminuidas o canceladas.
Pero si trazamos este paseo es porque no renunciamos a lo que lo caracteriza: la tierra que, fértil como cuerpo de mujer y sus transformaciones, en las funciones elementales de la naturaleza es una necesaria referencia para la vida humana.
No sólo la vista se recrea en los colores de los árboles florecidos, pues otro foco de atención penetra y queda fijado por el oído: los pájaros, sus gorjeos y sus vuelos graciosos o elegantes, como si su función sea la de avisar que la vida late y advertir para que el mundo sea menos confuso.
Las parcelas cuidadas pueden acogerse y distinguirse en un estilo personal, original, de sus cultivadores: si es para árboles frutales o la tierra espera la siembra de hortalizas. La tierra de cultivo es un espacio escrito con un lenguaje sutil y en apariencia inocente. El paseante siente que las palabras, como los pájaros, vuelan, y se piensa en frases que puedan expresar con fidelidad y a la vez, lo que se ve y la impresión que se siente. Al final, uno se remite a lo tópico y acostumbrado, resumiendo la emoción y el pensamiento.
Este acontecimiento de la floración, no por repetido deja de ser un suceso sorprendente, aun en la sencillez del cotidiano discurrir de las estaciones.
Y le tienta al paseante revivir y relatar enredos reales y ficciones aparentes que tuvieron lugar por estos territorios. Contando con que los recuerdos se modifican, las leyendas y los mitos de siempre pueden contener un sentido nuevo, como cuando los huertanos cantaban, con mejor o peor entonación, mientras laboraban, antes de la expansión del transistor, o un obrero a otro contaba un suceso misterioso desde la distancia de un terreno a otro, donde se entremezclaban las historias con las opiniones, los refranes y los precios del trabajo y de las frutas, con prospectiva de futuro, en una continua expresión de la sabiduría popular.
El paseante se complace, pero no se anima, a ser un personaje que pudiera impulsar una narración, aprovechando la vida de árboles pájaros, y paseantes en bicicleta, procurando un estilo coloquial y a propósito sobre lo que se ve, la situación en la que habla el corazón.
Hoy, las personas que cantan son pájaros y evocan el mundo que existe, aunque con ecos distintos. El escenario huertano sigue siendo asombroso, aun en su, a veces, triste respuesta a la rudeza del mundo real.
El paseante mira o lo recuerda, que es un modo de mirar lo que ya no está, y se mezcla algo de lo que fue y algo de lo que hay y que no sabe ponerle nombre.
Será mejor abrir de par en par los ojos para recibir en el ánimo eso que está muy claro, intentando que la inteligencia sensible no dé paso a los excesos sentimentales. Las palabras vuelan igual que los pájaros, que armoniosamente quiebran el silencio del caminante, mientras se percibe la primavera que retorna y deja algo para compensar la ausencia cromática anterior: está aquí para eso y para lo que quiera entenderse.
Como, cada vez que te leo, veo su sensibilidad a flor de piel,ó de huerta,ó de..........me encanta como relatas las distintas estaciones del año.
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