He visitado, en este agosto, la exposición que, desde se inauguró, aguarda turno, como si fuera una cita en el calendario de lo que uno debe ver (pasa más o menos igual con lo que hay que leer). Los libros, quizá, pueden esperar. Pero la obra de un artista (tan completo como Antonio López), que llega cuando los museos quieren; hay que verla, pues la evidencia de su perentoriedad, de que en poco más de un mes se clausurará: es ahora cuando lo tenía que ver, este es el tiempo preciso.
Es una exposición ejemplar, -en el museo Thyssen, de Madrid-, de una generosa serenidad. Este genio de la pintura y la escultura, Antonio López, se encuentra en el momento adecuado para ser admirado.
Muchos entendidos califican a Antonio López de pintor realista, hiperrealista. Quizá porque su obra transmite y expresa cómo las diversas realidades domésticas que reconocemos nos parecen “reales”, cuando resulta que es que nos reconocemos en ellas, nos proyectamos. No se trata de copias del natural.
En mi ignorancia de lo que se refiere al arte, me atrevo a decir que lo real que vemos en la obra de Antonio López alcanza contenidos fronterizos con el sueño y la interpretación: donde la idea sale de la vida, de la realidad. El pintor utiliza la pintura para relatar sus visiones, que son el resultado de un largo y perseverante proceso lleno de sacrificios y de reglas, hasta el punto de que casi nunca da por terminadas sus obras.
Plantándose delante de cada uno de sus cuadros, podemos comprobar que, además de genio, talento e inspiración, hay honradez y trabajo en su singular potencia creadora.
Como él mismo dice: "Hace falta mucha imaginación para leer la realidad”. Pues toda realidad oculta un misterio. Y este es el caso de Antonio López.
La experiencia de asistir a la exposición es sensitiva, previa a cualquier razonamiento estético. Lo pintado no es lo que la mirada advierte: es sobre todo lo retenido en esa otra intuición de la mirada que el arte posibilita.
Antonio López reinventa la realidad, la rehace, más allá de la indudable sabiduría técnica. Una calle, una azotea, una ventana, un paisaje desde donde se contempla el espectáculo magnífico de la cotidianidad. El pintor pregunta y dialoga con el entorno, con una voluntad irrepetible de precisión. Los retratos de Antonio López disponen de la misma inquietante seducción que sus paisajes: exteriorizan su intimidad, comparten la misma quietud. Las figuras pintadas, dibujadas, esculpidas, son retratos expresivos de la perfección.
No se puede perder asistir a esta exposición, de un artista que ya pertenece a la historia y al concepto de “clásico”, de una calidad suprema, que no es necesario comparar con los geniales clásicos que todos tenemos en la mente, desde antes de Velázquez hasta hoy.
Es una exposición ejemplar, -en el museo Thyssen, de Madrid-, de una generosa serenidad. Este genio de la pintura y la escultura, Antonio López, se encuentra en el momento adecuado para ser admirado.
Muchos entendidos califican a Antonio López de pintor realista, hiperrealista. Quizá porque su obra transmite y expresa cómo las diversas realidades domésticas que reconocemos nos parecen “reales”, cuando resulta que es que nos reconocemos en ellas, nos proyectamos. No se trata de copias del natural.
En mi ignorancia de lo que se refiere al arte, me atrevo a decir que lo real que vemos en la obra de Antonio López alcanza contenidos fronterizos con el sueño y la interpretación: donde la idea sale de la vida, de la realidad. El pintor utiliza la pintura para relatar sus visiones, que son el resultado de un largo y perseverante proceso lleno de sacrificios y de reglas, hasta el punto de que casi nunca da por terminadas sus obras.
Plantándose delante de cada uno de sus cuadros, podemos comprobar que, además de genio, talento e inspiración, hay honradez y trabajo en su singular potencia creadora.
Como él mismo dice: "Hace falta mucha imaginación para leer la realidad”. Pues toda realidad oculta un misterio. Y este es el caso de Antonio López.
La experiencia de asistir a la exposición es sensitiva, previa a cualquier razonamiento estético. Lo pintado no es lo que la mirada advierte: es sobre todo lo retenido en esa otra intuición de la mirada que el arte posibilita.
Antonio López reinventa la realidad, la rehace, más allá de la indudable sabiduría técnica. Una calle, una azotea, una ventana, un paisaje desde donde se contempla el espectáculo magnífico de la cotidianidad. El pintor pregunta y dialoga con el entorno, con una voluntad irrepetible de precisión. Los retratos de Antonio López disponen de la misma inquietante seducción que sus paisajes: exteriorizan su intimidad, comparten la misma quietud. Las figuras pintadas, dibujadas, esculpidas, son retratos expresivos de la perfección.
No se puede perder asistir a esta exposición, de un artista que ya pertenece a la historia y al concepto de “clásico”, de una calidad suprema, que no es necesario comparar con los geniales clásicos que todos tenemos en la mente, desde antes de Velázquez hasta hoy.
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