La acción de transportar a alguien colocándolo a la espalda y asiéndolo por las piernas, mientras el llevado se asegura cogiéndose de los hombros o la parte alta de los brazos, como llevando una mochila, en Murcia se llama “a coscaletas”. Tiene más de juego que de medio de locomoción. Al observar las imágenes de la escultura de Antonio Campillo, se cae en la cuenta que no es ir “a caballo” (lo que supondría que la porteadora apoyara las cuatro extremidades en el suelo y la viajera quedaría algo insegura en su nueva posición, además de ‘viajar’ más despacio).
La escena y los personajes, sean femeninos o masculinos, indiscutiblemente se repite en cualquier punto de la geografía. Y en cada situación se dará el juego y la salvaguardia. El paso del tiempo, cuando ya no se sea el mismo, hará adoptar a la pequeña la tarea que ahora desempeña la mayor. Las experiencias vividas modifican las formas de pensar y de actuar, incluso las formas de amar.
Vemos a dos hermanas: la mayor cuida de la más pequeña, seguramente porque la madre está trabajando, ya sea en la huerta, en la fábrica o en las tareas de casa. Es mejor estar fuera, en la calle, en el espacio abierto. A la vez que el cuidado se da el juego, donde la chiquilla se encarama a la espalda de su hermana, no por cansancio, y le pide recorrer un trecho mientras vuela su imaginación en aventura. La niña pesa sobre el cuerpo de la jovencita, quien consiente el bienestar del placentero viaje de la hermana, y que, aun en la pesadez de la carga, sigue caminando: esta acción sólo se hace por alguien a quien se quiere, ya que, además del agotamiento físico al que se llega, es un acto de confianza: la niña cargada descansa sin recelo en la espalda inclinada de la niña que sobrelleva.
Hay esculturas de las que podemos decir, con convencimiento, que Antonio Campillo ha acoplado un “espacio de amor” cuando las figuras-ideas están juntas. Esta es una de ellas.
En esta ocasión, es el volumen de pirámide triangular invertida que va desde el vértice que suponen las manos de la niña mayor, que afianza las rodillas de la niña pequeña, hasta la mirada de ésta a la nuca: parece estar vacío de materia, pero es ámbito lleno de ternura, de confianza, de devoción, de agrado. Y la mirada de exploración, de anticipación hacia donde se debe caminar para que la niña siga gozando del traslado, mientras sus pies están sólida y establemente pegados al suelo. No sólo son dos cuerpos unidos, sino que están ligados en el espíritu del juego y el cobijo de la protección.
La mente respira viendo que se perpetúa esta escena, como idea hecha arte, donde se pasan las horas saboreando el jugo de la vida: el juego impregnado de entrañable y tranquilo cuidado.
La escena y los personajes, sean femeninos o masculinos, indiscutiblemente se repite en cualquier punto de la geografía. Y en cada situación se dará el juego y la salvaguardia. El paso del tiempo, cuando ya no se sea el mismo, hará adoptar a la pequeña la tarea que ahora desempeña la mayor. Las experiencias vividas modifican las formas de pensar y de actuar, incluso las formas de amar.
Vemos a dos hermanas: la mayor cuida de la más pequeña, seguramente porque la madre está trabajando, ya sea en la huerta, en la fábrica o en las tareas de casa. Es mejor estar fuera, en la calle, en el espacio abierto. A la vez que el cuidado se da el juego, donde la chiquilla se encarama a la espalda de su hermana, no por cansancio, y le pide recorrer un trecho mientras vuela su imaginación en aventura. La niña pesa sobre el cuerpo de la jovencita, quien consiente el bienestar del placentero viaje de la hermana, y que, aun en la pesadez de la carga, sigue caminando: esta acción sólo se hace por alguien a quien se quiere, ya que, además del agotamiento físico al que se llega, es un acto de confianza: la niña cargada descansa sin recelo en la espalda inclinada de la niña que sobrelleva.
Hay esculturas de las que podemos decir, con convencimiento, que Antonio Campillo ha acoplado un “espacio de amor” cuando las figuras-ideas están juntas. Esta es una de ellas.
En esta ocasión, es el volumen de pirámide triangular invertida que va desde el vértice que suponen las manos de la niña mayor, que afianza las rodillas de la niña pequeña, hasta la mirada de ésta a la nuca: parece estar vacío de materia, pero es ámbito lleno de ternura, de confianza, de devoción, de agrado. Y la mirada de exploración, de anticipación hacia donde se debe caminar para que la niña siga gozando del traslado, mientras sus pies están sólida y establemente pegados al suelo. No sólo son dos cuerpos unidos, sino que están ligados en el espíritu del juego y el cobijo de la protección.
La mente respira viendo que se perpetúa esta escena, como idea hecha arte, donde se pasan las horas saboreando el jugo de la vida: el juego impregnado de entrañable y tranquilo cuidado.
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