Casi una vida entera acoge este cuerpo de mujer, en el que se nota el paso del tiempo en el trabajo, en los años, en la alimentación. Aunque ha llegado el tiempo del descanso bien ganado, aún así, se resiste a adoptar la condición de “cigarra” (en referencia a la de la fábula de Esopo, luego de La Fontaine y Samaniego, que cantaba y descansaba mientras la hormiga se afanaba), y quiere incorporarse, apoyando el codo, buscando con su mano derecha un asidero, lanzando las frágiles piernas y tirando de la espalda: es el esfuerzo reflejado en su cuerpo ya de grasas acumulado, pero que no se resigna a la holganza, pues seguro que hay mucho que hacer y no se puede permanecer acostada, dejando pasar el tiempo y las tareas.
El arte de Antonio Campillo expresa y trasluce la alegoría de la mujer siempre hacendosa que no se da tregua ni descanso, que se revuelve contra la edad y contra las malformaciones que el trabajo duro y la alimentación disponible han dejado de herencia, de muchas horas de pie dedicadas a la crianza de los hijos, a los trabajos de siete días a la semana, de todas las estaciones, bajo techo o en la huerta o en la fábrica.
Su boca cerrada, en el silencio como de meditación intimista y consideración del presente, no grita ni reclama ayuda, aunque sí con la luz de su mirada testimonia que hay esperanza y futuro, acentúan la emoción que desemboca en un “porque hay que seguir”.
No va a cantar.
Esta mujer, homenaje a innumerables mujeres, con sus desajustes existenciales y balance desengañado, dejando abierta una sugestiva vía cuya continuidad no se hace esperar, cuando se ponga en pie, en su andadura lenta y extensa posiblemente dirá algo así:
-“Lo que tengo que hacer y me aguarda es más grande que esperar a descansar en la tierra”.
Y nadie le puede negar la atención que precise y la ayuda para que sus días transcurran en el vitalismo sensorial, en la tranquilidad antropológica de saberse útil y dispuesta.
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