Es mayo y se visten las jacarandas,
-árbol ornamental de origen sudamericano (jacarandá), bien aclimatado y extendido- por las
calles y avenidas de Murcia. Florestas que abandonan el invierno, en el que muestran
un aspecto marchito pero, en mayo, se expresan en estallido de color violeta. (Pasados
los calores del verano, volverán a abrir sus flores tan características, pero
en esa ocasión será en racimo, sin desnudez, envueltas en el verdor de las hojas. No es así en mayo).
Tras el estruendo engalanado, las flores cansadas se postran y
aún siguen hablándonos, como almas que siguen vivas, pues cada flor que desaparece
es una estrella fugaz que impresiona una imagen. Como las personas cumplen su función y dan paso a otras, viviendo en las
olas del tiempo y disfrutando del presente.
Las luces de los sitios que
visitamos nos determinan como un reloj. Este año el calor se resiste a
permanecer más de un día o dos, pero las jacarandas florecieron con
puntualidad.
Vengo
en hacer un trasunto sobre el romance:.
“Que
por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor…”
cuando hace la calor…”
“Que es por mayo
cuando las jacarandas,
tintan de violeta
el aire del mes quinto del año…”Las flores caen y establecen una indefinida alfombra morada en asfalto, aceras, suelo de parques y carrocerías de automóviles.
Si sólo cayeran sobre tierra,
servirían también de materia orgánica de abono y, como no se pisaría por ahí, los
viandantes y vecinos que se quejan de que las flores se pegan a la suela de los
zapatos, y duran hasta manchar más adentro del felpudo de casa.
Se fijarían en el efecto
ornamental de azulada púrpura, contrastando sobre edificios y compitiendo con
el cielo, nuboso o despejado. Porque no es posible librar -¿por qué…?- con una
operación nada sencilla, seguramente indeseada e inconveniente, -¿qué talen los
árboles y los sustituyan como por encantamiento?-, de esa molestia que en
ocasiones a algunos agobia. Distintas impresiones, discordes sensaciones de esplendor e
incomodidad coinciden. Como en cualesquiera manifestaciones de la realidad
cotidiana. Opinar en la ofuscada inmediatez de los efectos lleva a pretender
extravagancias y desatinos.
Pues es posible que, cuando se pasea, el recuerdo nocivo vuelva a aparecer, torciendo el momento estético que se disfruta en silencio o en comentario de
acompañantes.
No sólo
es un elemental comentario sobre el ciclo del tiempo y sus periódicas
esencias, también de las jacarandas, sino caminar más allá de metáfora nacida
en un momento estacional; fusionar experiencias personales con lo que
hay en las afueras.
Si llueve en mayo, permite
vislumbrar las estrellas detrás de las nubes y contemplar con calma el paisaje
urbano tapizado de efímeras flores caídas. Cada estrella nos conduce a un punto
distinto.
De madrugada el barrendero
recogerá las flores, vasos caídos que invaden y motean el suelo. Y, a la primera corriente de viento, nuevas provocaciones vuelvan a poblar
pavimento y calzada. Así se escribe la biografía: nos exaltamos y
abatimos, según cada momento, en las alegrías, las manchas y las cicatrices que nos
habitan. Las corolas caídas, en su vistosidad deslucida, hablan de vidas fallidas, de existencias que no han llegado a
cumplirse en fruto, por efecto de un ingobernable azar.
Quizá sin advertirlo, -debo de pensarlo
más antes de afirmarlo finalmente-, la floración de las jacarandas es un hecho
que marca el perfil cultural de una ciudad, necesitada de influencias estéticas que
tiñan de primavera los grandes espacios y a quienes los habitan, esperando que quiebren con su sombra al cálido sol del largo
verano.
Es imposible desprendernos de ese
yo que somos, desde que comenzamos a existir y de cuando decaemos. Para reír y alegrarnos.
Esta visión debiera
conjugarse con una delicada capa de humor, que matice lo que hay antes y más
allá de la vida que ahora yace bajo los árboles, derramada en añiles vasos de decadente
carnosidad, en símiles de arraigo y desarraigo, de la libertad que se enfrenta
a la seguridad.
Ganamos el tiempo perdiéndolo. Las
cosas, las grandes cosas sobrevienen paseando. Hacer lo que apetece como si se
tuviera todo el tiempo del mundo, envuelto en la música que producen los
árboles, las flores y las palabras.
Las cosas importantes se resumen
en una: tratar de sentirse bien consigo mismo y en armonía con los demás. Pero
puede que sea tarde cuando se cae en la cuenta de eso. La palabra se convierte
en un lugar, territorio de lo humano. Como las jacarandas en mayo.
Juan, ¡la última foto parece un cuadro de Gaya!
ResponderEliminarGracias, Fran. Aunque sea sin proponérselo,imitar al maestro Ramón Gaya es todo un elogio. Cierto es que me gusta mucho la pintura de Gaya, y alguna influencia subliminal ha debido de 'colarse' por el objetivo de la cámara fotográfica.
EliminarSeguimos.