Cae la tarde y se desparrama en colores dorados y ocres por la huerta. Esta hora del color de las cañas y de la tierra tostada es el momento que acoge Antonio Campillo en su mente, en él penetra la impresión guiada por la luz que declina y le genera un sentimiento que fluye por sus manos y se plasma en el bronce acerado.
Campillo ha visto, ha observado la escena de la mujer que, con amorosa seguridad mantenida, cuida de que la niña no se precipite hacia atrás, ya que alguien la llama y gira todo el cuerpo y, también ha de esquivar las deliquias de la tórtola, que mueve el pico cerca de su cuello infantil.
La protección y el resguardo las imprime el escultor en cuatro segmentos que controla la mujer: las manos, que anchurosas acogen y sujetan las nalgas y cadera de la chiquilla; ambas piernas en el suelo firmes, mientras los muslos son apoyo incontestable los pies de la cría; la silla mecedora que no se moverá porque el ángulo de las piernas no se lo permite; y, por último, la cabeza, que está pendiente de la infantina y no le preocupa el estímulo que le atrae. Y la serenidad acompaña a la salvaguardia en el juego infantil.
El escenario del declive de la tarde, en la hora en que aún no es tiempo de la cena, pero sí lo es del juego, del entretenimiento como retazo de la crianza, a la puerta de la casa, en la paz de la hora huertana que está simbolizada en la mujer matrona.
El escultor ha observado y ha vivido la escena incontables veces. La universalidad de este atardecer huertano estriba en que este momento del juego cuidado y su enclave puede ocurrir en cualquier parte del mundo, aunque aquí esté distinguido por los colores del crepúsculo murciano. Y más común y natural es que la mujer puede ser la madre, la abuela, la tía… de la niña: esta escultura la entienden todas las mujeres y todos los hombres, porque ahí se muestran solícitas atención, complicidad y prudencia.
Y lo que es dominante: la captación que el escultor ha hecho del espacio amoroso. El volumen que delimitan las dos mujeres, frente a frente, desde los pies de la niña y el regazo de la mujer, el abrazo de ésta y hasta la línea de ambas cabezas. Juego, vida y amor en delicada previsión. Seguro que reconocemos el instante y su situación, por haber sido protagonistas, por haberlo advertido y observado, porque en esta escultura ha subrayado Antonio Campillo un latido, un soplo que traza la trascendencia de un hecho cotidiano, en la huerta de Murcia y en cualquier rincón del mundo.
Campillo ha visto, ha observado la escena de la mujer que, con amorosa seguridad mantenida, cuida de que la niña no se precipite hacia atrás, ya que alguien la llama y gira todo el cuerpo y, también ha de esquivar las deliquias de la tórtola, que mueve el pico cerca de su cuello infantil.
La protección y el resguardo las imprime el escultor en cuatro segmentos que controla la mujer: las manos, que anchurosas acogen y sujetan las nalgas y cadera de la chiquilla; ambas piernas en el suelo firmes, mientras los muslos son apoyo incontestable los pies de la cría; la silla mecedora que no se moverá porque el ángulo de las piernas no se lo permite; y, por último, la cabeza, que está pendiente de la infantina y no le preocupa el estímulo que le atrae. Y la serenidad acompaña a la salvaguardia en el juego infantil.
El escenario del declive de la tarde, en la hora en que aún no es tiempo de la cena, pero sí lo es del juego, del entretenimiento como retazo de la crianza, a la puerta de la casa, en la paz de la hora huertana que está simbolizada en la mujer matrona.
El escultor ha observado y ha vivido la escena incontables veces. La universalidad de este atardecer huertano estriba en que este momento del juego cuidado y su enclave puede ocurrir en cualquier parte del mundo, aunque aquí esté distinguido por los colores del crepúsculo murciano. Y más común y natural es que la mujer puede ser la madre, la abuela, la tía… de la niña: esta escultura la entienden todas las mujeres y todos los hombres, porque ahí se muestran solícitas atención, complicidad y prudencia.
Y lo que es dominante: la captación que el escultor ha hecho del espacio amoroso. El volumen que delimitan las dos mujeres, frente a frente, desde los pies de la niña y el regazo de la mujer, el abrazo de ésta y hasta la línea de ambas cabezas. Juego, vida y amor en delicada previsión. Seguro que reconocemos el instante y su situación, por haber sido protagonistas, por haberlo advertido y observado, porque en esta escultura ha subrayado Antonio Campillo un latido, un soplo que traza la trascendencia de un hecho cotidiano, en la huerta de Murcia y en cualquier rincón del mundo.
Bello poema en forma de escultura, y hermosa interpretación. Enhorabuena, Juan.
ResponderEliminarDeliciosa visión. Despierta el recuerdo...o su ausencia. Y reanima el deseo de acercarse al arte, a la vida.
ResponderEliminarGracias Juan